En un pueblecito costero vivía una familia muy humilde. El padre que como todas los hombres de su casa era pescador, se llamaba Pedro. Tenía una pequeña barquita de remos y cada día, al despuntar el alba, cogía una pequeña caña, unos remendados aparejos y una cestita llena de lombrices, que había recogido en la tierra la noche anterior, y se adentraba en el mar a la espera de poder llenar (a fin de que fuera suficiente para poder alimentar a todos los suyos), un descolorido cubo de plástico que habitualmente llevaba consigo.
Siempre seguía la misma rutina, tanto en los meses de verano, como en los más crudos de invierno y sin importarle que el mar estuviera calmado o embravecido.
A la hora aproximada en que sabían que iba a regresar, todos sus parientes bajaban impacientes a la playa, y no se quedaban tranquilos, hasta que empezaban a divisar a lo lejos el pequeño y destartalado bote, que iba balanceándose a merced del viento.
Un día mientras pescaba, vio acercarse un pez enorme y se asustó. Al ir aproximándose, su temor fue en aumento, ya que se dio cuenta de que trataba de un tiburón. Era muy grande y no sabía cómo podría defenderse si decidía atacarle.
Al estar más cerca de él, comprobó que estaba herido. En un lado tenía un trozo de arpón clavado. El animal se iba revolcando de dolor sobre el agua, mientras lo miraba con cara de tristeza y angustia. Entonces él, como tenía buen corazón, se compadeció, y haciendo un gran esfuerzo, dejando el miedo aparte, lo arrastró hasta la orilla. Aquel día abandonó la pesca y volvió a casa sin ningún alimento.
Desde entonces, cada amanecer, antes de salir con su embarcación, iba a ver al animal, al que puso de nombre Goliat, en recuerdo de una vieja historia que le contaron durante una de las pocas clases, a las que pudo asistir cuando era niño, en otra aldea cercana.
Lo alimentaba, lo acariciaba, hablaba con él y luego lo curaba con un extraño mejunje de algas que le había enseñado a preparar otro viejo pescador indio amigo suyo.
A las pocas semanas…
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