Cada día, cuando la ciudad se despereza y empieza a estar tomada por numerosos viandantes, que con aire dinámico, nos dirigimos a nuestras variadas ocupaciones, suelo cruzarme con un barrendero, que con cierta amabilidad, interrumpe constantemente su labor, para dejarnos pasar a todos los que atravesamos por su acera.
Lo hace con sumo sigilo y sin ningún tipo de reproche, ni expresión en su rostro, que refleje la más mínima contrariedad, a pesar de ser totalmente consciente, de que tendrá que luchar frecuentemente contra el incivismo y la falta de consideración de algunas gentes.
Una mañana en una especie de reconocimiento personal a estos hombres anónimos, que sin ningún tipo de protagonismo y en silencio, consiguen que las ciudades y calles luzcan un poco mejor (al menos durante un par de horas) y venciendo iniciales reparos, me atreví a saludarle y desearle un buen día.
Desde entonces, se ha convertido en una costumbre nuestro saludo cotidiano y tengo el pleno convencimiento de que si a menudo pusiéramos en práctica, gestos tan pequeños e insignificantes como este, donde parece que todos giramos con prisas al son de las manecillas del reloj y que motivados por este mismo ajetreo, no disponemos ni de tiempo para practicar la empatía, conseguiríamos formar una especie de cadena humana que de alguna forma, nos aportaría a la par que satisfacción personal, también un enriquecimiento como seres humanos…
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