Nuestro concepto de lo atractivo se va modificando con el paso del tiempo.
Al llegar a cierta edad, el envoltorio de las cosas se nos torna un tanto invisible, pasando a un segundo plano, e incluso pareciendo tener menos importancia. Damos prioridad, a la clase del material del que están hechas, que el aspecto de su carcasa. Esta regla tanto es aplicable a elementos como a personas.
Pasado este tiempo prudencial de los colores tontos y páginas troceadas de almanaque, la belleza irreal pierde su efecto, como si tan solo se tratara de una visión, desvaneciendo nuestra percepción del mundo y enseñándonos donde reside lo esencial, de lo vagamente transitorio.
Cuando uno llega a este punto de madurez serena, donde ya dispone de una cierta libertad de miras, para buscar más allá, es cuando descubre, que además de individuos de extracción mediana, hay otros muchos de apariencia tan solo mediocre, que distan mucho de ser fabricados en serie y que tal vez en otro punto de nuestro trayecto (a causa del atolondramiento propio de la adolescencia) y a pesar de su vibración luminosa, no los hubiéramos descubierto, por no ser altos, bellos, prototipos, o por no tener ningún rasgo exterior, que llamara su atención.
A veces la vida dispone de sus propios planes ocultos y en numerosas ocasiones, el encuentro con estos seres pueden llegar a ser mucho más enriquecedores, que cualquier otro hallazgo y tal vez merece la pena, invertir tiempo para descubrirlos.
A mitad camino, uno puede valorar todo lo que ha aprendido en su andadura, dar el valor real a las cosas, y hacer inventario de todo aquello, que lleva en su mochila…
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