El invierno me comprime, arruga, reduce y hace que me sienta como una simple y vulnerable hortaliza.
Lo mismo que una herbácea como la cebolla, debo protegerme con capas y capas (en mi caso de ropa) contra las inclemencias de tiempo.
Solo soy, como una especie de ojos semi-ocultos paseantes entre altos cuellos y coloreados tapabocas.
Busco cobijo en locales bien caldeados, salas climatizadas y hogares cálidos.
Los paisajes nevados me parecen fascinantes, pero vistos desde un lugar apacible y con el calor que puede desprender un gratificante fuego o una buena chimenea.
Pero luego al llegar la primavera, mi espíritu se ensancha y todo cambia. Las plantas florecen, despiertan los aromas olvidados, las ciudades parece que tienen una especie de hormigueo natural en ebullición, se escuchan risas, la gente recobra su alegría aparcada, las terrazas se llenan por las noches buscando deleites gastronómicos y se impregnan de carácter peculiar. También se palpita la animación de las calles en un desafío de maneras, la diversidad de mestizajes con sus variadas jergas y todo ello condimentado por cantidad de notas musicales, que nos llegan desde dispares lugares.
Y es que, los Mediterráneos, somos seres ardientes, vibrantes, festivos, de reuniones, paseos, terrazas, tabernas, banquetes y con todos los ingredientes necesarios, para la puesta en escena de esta comedia musical, que despierta una emoción colectiva y cuyo único fin es, aligerar la tristeza acumulada durante los meses de invierno y es entonces cuando yo personalmente, me siento diferente, florezco, ensancho, estiro, e incluso creo, que me crezco algún que otro centímetro…
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