Me causa una gran satisfacción conversar con la gente; ya que cada una de estas conversaciones, puede ser distinta e irrepetible.
Pueden surgir en momentos y lugares de lo más insospechados, ya sean en torno a una chimenea, alrededor de una mesa, en un transporte público o en cualquier cola de algún perdido y pintoresco bazar.
Con algunos seres humanos, una conversación sin prisas, sin pausas y sin atosigamientos, puede llegar a ser un bálsamo y un verdadero placer para el espíritu.
Mediante el desarrollo de la charla, uno puede ir descubriendo poco a poco (como si de un paisaje nuevo se tratara), el alma de la otra persona.
De estas conversaciones profundas, incluso pueden llegar a nacer afectos fuertes y que durarán a través de los tiempos (para amar a los demás hay que llegar a conocerlos interiormente).
Otras serán triviales y desembocaran solo en amistades espontáneas imprevisibles y esporádicas; pero no por ello, menos enriquecedoras.
Y otras, serán intrascendentales y sin ningún tipo de relevancia.
Antiguamente las gentes conversaban con cualquier excusa y actualmente estas costumbres, se van perdiendo poco a poco con el paso de los años. Unas veces a causa del ritmo diario, trabajo, tecnologías, horarios, falta de tiempo y otras por diferentes y variados motivos.
Como contrapartida a los conversadores, a veces se encuentran personas silenciosas, que pretenden con sus silencios, aislarse de la realidad o desconectarse del resto y lo intentan de mil maneras posibles, a menudo colgados todo el día, de aparatos tecnológicos que (sin una dosificación correcta), pueden llegar a robar un preciado tiempo e interferir en las relaciones. Estos sistemas, nos obsequian con amigos virtuales irreales y frecuentemente inexistentes, que aumentan, la sensación de desasosiego, o lo que es peor aún, disminuye nuestra curiosidad por el alma del prójimo…
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