Había una vez una mujer que tuvo una hija.
Era preciosa, con una piel blanca y fina como el marfil, y con un pelo negro que contrastaba con sus enormes ojos verdes.
Nació con una marca en una manita, en forma de estrella.
Su madre la adoraba, y cada noche, cuando estaba dormida, se sentaba a su lado sin hacer ruido, contemplándola durante horas.
Un día oscuro y gris la niña se puso muy enferma y, por más que lo intentaron, no pudieron hacer nada por curarla.
Su madre quedó sumida en una profunda tristeza, que nada ni nadie podía aliviar. Dejo la habitación intacta, y aún seguía a diario sentándose cerca de su cama, como si esperase verla otra vez.
Pasaba el tiempo, y al darse cuenta de que no podía tener más hijos. El médico, que era amigo suyo, le aconsejó que se fuera a adoptar uno, a algún lejano país donde por causa de guerras, u otros motivos, hubieran bebés faltos de alimentos, atenciones o cariño.
Entonces organizaron un largo viaje y después de un tiempo, llegaron a una especie de albergue lleno de niños abandonados…
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