Posted by on May 18, 2014 in Cuentos, Para dormir | 0 comments

En una ciudad muy grande y llena de polución por todas partes, vivía una niña a la que le gustaba mucho comer y sobretodo los dulces, pues era muy golosa.

Cada día, para ir a la escuela se reunía con otras amigas que vivían cerca, con el fin de hacer el camino juntas.  Al pasar por una esquina a veces encontraba a un vagabundo que pedía comida. A pesar de sus roídas ropas, era bien parecido, y sus ojos claros eran de estos que trasmiten  sensación de paz y por los que se adivina una buena persona.

Entonces ella, que tenía un buen corazón, le daba la comida que le había preparado su madre, sabiendo que, con ello, tendría que quedarse durante el día sin probar bocado. El hombre entonces agarraba el paquete y, sin mediar palabra, los dos se miraban en un gesto lleno de secreto y complicidad.

Así fue pasando el tiempo, hasta que ella terminó los estudios, dejó el colegio y poco a poco fue olvidándose de aquel suceso.

Un día cuando había cumplido veintiuno años, recibió una carta de un abogado citándola en su despacho. Ella, con cierta extrañeza fue allí el día de la cita. Entonces grande fue su sorpresa cuando el letrado le comunico que había heredado una inmensa fortuna y tan sólo con una única condición.

Lo primero que hizo fue repasar mentalmente la lista de sus familiares, para ver si podía adivinar quién podría haberla hecho su heredera, pero no se le ocurría ninguna persona.

Luego quiso interesarse por la condición que se le imponía para aceptar aquel legado y ante sus preguntas, el abogado le entregó una carta que decía: