Muchos de nosotros mantenemos una rutina diaria.
Nos levantamos a la misma hora, tomamos café, nos aseamos, dedicamos unos minutos a restaurar los estragos de calendario, salimos a trabajar y nos cruzamos habitualmente y a la misma hora con las mismas personas:
Aquel grueso vendedor de prensa que está colocando sus periódicos sobre una mesa plegable, un trabajador de hostelería, que se dispone a distribuir las sillas de su bar, otro hombre sentado en el suelo con su correspondiente cartel en varios idiomas, pidiendo ayuda, un coche de limpieza con trabajadores y que acompañados por un sonoro ruido, van aspirando sobre la acera, un grupo de niños alborotados, que esperan el autocar del colegio…
Luego hay otra clase de personas con las que solemos coincidir por nuestra ruta, que provocan en nosotros una extraña sensación difícil de explicar con palabras. Desprenden una especie de aureola enigmática que nos atrae hacia ellas, causándonos un interés desmedido y unas ansias de entablar una conversación (algo complejo por agenda), o cuando menos saludarlas (a pesar de no conocerlas), ya que con tal cantidad de asiduos encuentros, pasan en cierta manera, a formar parte de nuestras crónicas.
En estos instantes mágicos solemos limitamos, a poner en marcha un código de miradas discretas, que aunque a simple vista tan sólo parece un lenguaje sin palabras, son mucho más que eso; ya que en ellas se esconde todo un oculto texto, imperceptible y mudo para el resto.
A estos silencios debemos darles el valor que se merecen, pues también son primordiales en nuestra vida, ya que si uno sabe interpretarlos, pueden llegar a tener más importancia, que cualquier montón de discursos, párrafos o frases vacías…
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