En un pueblo vivían unos niños que se habían quedado huérfanos a causa de una epidemia que hubo en su aldea.
La hermana mayor, que se llamaba Sabana, con muchos esfuerzos, se iba cuidando de sus hermanos pequeños.
Un día mientras se paseaba por un camino cercano a su casa, buscando alguna hierba que le pudiera servir para condimentar algún que otro guiso, paso un coche a toda velocidad, tirando en su carrera a una viejecita que estaba en la acequia tomando el sol, apoyada en un raro bastón hecho con la raíz de algún extraño árbol.
La niña fue corriendo para ayudarla y como la anciana estaba un poco herida, decidió llevársela a su casa para terminar de curarla. La mujer se quedó allí unos días y cuando estuvo del todo recuperada, de despidió de los niños. Antes de irse les regaló unas semillas como agradecimiento y compensación por todas las atenciones y cariño recibidos. Les dijo que eran especiales y que con ellas, nunca faltaba comida, a todos los que tenían buen corazón.
Al día siguiente todos los hermanos se levantaron más pronto de lo costumbre para sembrarlas en el jardín.
Al cabo de unas semanas, empezaron a brotar unas grandes plantas que daban unos extraordinarios frutos. Por muchos que cogieran nunca se terminaban y siempre volvía a crecer otros de igual tamaño, e incluso de diferentes variedades. Crecían en tal cantidad que además de servir para alimentarse ellos, también podían vender otra parte y aún les sobraban para poderlas repartir entre algunos necesitados.
Pero al lado de la casa vivía una familia muy envidiosa, que cuando se dieron cuenta de lo fértil que se había vuelto el huerto de los vecinos…
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