En una ciudad habitada por mucha gente, de la cual en este preciso momento no recuerdo el nombre, vivía una infeliz familia.
El padre era muy egoísta, avaro y de mal carácter. Tenía una fábrica y trataba con desprecio a sus empleados, escatimándoles todo lo que podía. Lo único que le satisfacía de verdad era encerrarse en el despacho que tenía en casa y pasarse los ratos libres haciendo cuentas y repasando el dinero que había ganado.
Un día estaba en la empresa, sentado en la mesa de su oficina, y tocaron a la puerta. Era una obrera, que iba a pedirle un anticipo de su salario, para pagar el tratamiento de su único hijo, que estaba muy delicado.
Al oír aquello el hombre se puso tan nerviosos que la cara le parecía que le iba a explotar, por lo roja que la tenía. Se hinchó de tal manera que daba la sensación que iba a ahogarse con el cuello de la camisa y la voz le temblaba tanta a causa de la gran irritación, que hasta empezó a tartamudear. Ni siquiera se conmovió ante los llantos de aquella triste mujer, que, al recibir una negativa por respuesta, salió de la estancia derrumbada y afligida.
Su esposa e hijos ya cansados del mal trato que les daba, armándose un día de valor hicieron las maletas y lo abandonaron. Se quedó con un sirviente y con un perro que era ya muy viejo. El criado, agotado de pasar hambre y penurias a su lado, al cabo de unos meses se despidió y el animalito, harto de su mal genio, un buen día cruzó la puerta y desapareció sin que desde entonces volvieran a saber nada más de él.
Pasaron unos meses y el tacaño enfermó. Se sentía muy mal, postrado en la cama y con muchos dolores. Estaba completamente sólo y nadie iba a verlo ni se preocupaba por él. Entonces en aquella soledad se su alcoba…
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