Horas de luz, tardes largas e inacabables con una claridad que nos invita a asomarnos curiosos al mundo y dejar atrás aquellos días gises y tristes en los que la pereza se apoderaba de nuestro espíritu y nos acurrucaba en el sofá.
La vida nos reclama, llenándonos de luz y un hormigueo con variadas sensaciones, que bullen en nuestro interior.
Tiempo de paseos, cervezas, reunión de amigos, conversaciones triviales o profundas al aire libre, mientras percibimos la brisa marina acariciándonos la piel.
Días de chiringuitos, cenas coloridas, blancas, formales, informales y comidas que habían quedado relegadas, por la inercia de las rutinas.
Momentos de reencuentros, despertares, sentimientos dormidos y miradas robadas.
Época para el amor. La gente se siente más desinhibida en verano, corta ataduras y se enamora más. También los besos salados son a la vez, especialmente dulces y los que saben mejor.
Todo parece eterno, como los juramentos, que se hacen los enamorados por la noche bajo los árboles y la cálida luz de la luna.
Y nuestros cuerpos crecen, aumentan, se estiran, se alargan, embellecen y proyectan una luz especial que se contagia y flota en el ambiente.
Son tiempos desprovistos de tensión donde todo se relaja, de soltar amarras, desprender ropas apretadas, ir sin rumbo, sin estrategia, sin plan establecido y donde la ciudad se convierte en un desafío de maneras, avivador de fuegos dormidos y ocultos detrás de aquellos días aletargados y húmedos.
Ciudades liberadas del tráfico rodado y llenas de turistas , con rostros sofocados, vestidos con ropas roídas o variopintas, que se integran en el gentío, formando masas de paisaje urbano sin identidad o tal vez; con una suma fascinante de todas ellas.
Y los demás, transitando como sonámbulos entre todo este barullo, con un hormigueo en nuestro cuerpo, mientras caminamos despeinados y abriéndonos sendero, por la brisa de la vida…
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