Lo que ofrece mayor felicidad a nuestras vidas, son estas sencillas y cotidianas cosas que a veces por su condición de habituales, nos pasan desapercibidas o no les ofrecemos el valor real que se merecen.
En otras ocasiones, las sepultamos bajo un manto de convencionalismos o borrosos despropósitos.
Estos actos pueden ser tan sencillos como el hecho de darnos una ducha caliente en un día frío invierno, reencontrar a un amigo al que creíamos perdido, la sensación agradable que produce sobre la piel una caricia, oír una canción que nos emociona y nos eriza la piel, una cena entrañable rodeados de amigos reales, calzarnos estos viejos y cómodos botines, una mirada de estas silenciosas, que producen las conexiones profundas, el estremecimiento de un espontaneo abrazo, la calidez que proporcionan sobre la tez, los primeros rallos primaverales, saborear nuestras pequeñas capacidades de asombro, ante insignificantes cosas, o simplemente, activar nuestra máquina del tiempo, para que mediante un mágico retroceso al pasado, podamos volver (aunque sea solo por unos instantes) a sentirnos, otra vez niños.
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